Cuenta que su padre, Valentín (sí amigos, helo aquí), como todos los hombres de su zona cogió las armas en el 36 en cuanto tuvieron noticia de la sublevación militar. No tardaron los mineros en lanzarse contra los cuarteles de la Guardia Civil tomándolos al asalto pese a la resistencia de los guardias. Idealización de un hijo amante o hecho cierto, mi tío cuenta que el abuelo tenía una cierta ascendencia sobre los hombres del pueblo. Cuando sacaron a unos guardias del cuartel y se los llevaban a fusilar el abuelo se dirigió a los guardianes y les dijo que no lo hicieran, que los dejaran detenidos pero que no se les matara. Esa acción salvó la vida de los guardias. Pero ocurrió que cuando los rebeldes tomaron el pueblo se invirtió la situación. Los falangistas, militares y guardias hacían razzias por el pueblo sacando hombres de las casas y cargándolos en camiones camino de la muerte. Cuando mi abuelo estaba ya en uno de esos camiones fue reconocido por un guardia civil de aquellos a los que había salvado, quien ordenó que se le dejara marchar.
Sobre esos hechos se cuenta en la familia de mi padre un relato que se confunde con mis primeras visitas infantiles al pueblo: que a los que cogían los llevaban en camiones por la carretera al “Puente de Las Palomas” y los arrojaban vivos por el despeñadero que se abre debajo (mi mente infantil imaginaba camiones con volquete y gente cayendo al vacío). Ese puente, que cruzábamos con el coche unos kilómetros antes de llegar al pueblo, tomó desde mi primera infancia el aura de un lugar entre mágico y tenebroso: siempre deseaba llegar a aquel puente y siempre temía hacerlo; como deseaba mirar al fondo del barranco y temía encontrarme aún los restos de los despeñados. No hace mucho oí esta historia en un documental sobre la exhumación de las fosas comunes de los asesinados en Llaciana, en boca de dos abuelas coraje que buscaban a sus muertos 70 años después. Me impactaron entonces con dos cosas: una fue el que mi recuerdo formara parte del patrimonio común de un pueblo, patrimonio que me sentí entonces obligado a compartir; otra fue que una de las mujeres sostuviera enfadada que la historia del puente era mentira y que era una forma de añadir dolor, mediante el horror de aquella forma de muerte, a las familias de los fusilados. Lo que suponía situar la historia, el cuento infantil, en una perspectiva distinta, la de la su función política y represiva – o, cuando menos, mostraba la huella de dicha represión sobre la memoria transmitida -
Precisamente esa huella puede encontrase en la forma misma del relato que me transmitió mi tío . Es una historia de ida y vuelta, de un perseguidor perseguido, una historia de inversión de roles. Si en otros cuentos de la memoria la eliminación del sujeto permite eludir la cuestión de la culpa, en este caso, mediante la argucia del héroe privado, hoy salvador y mañana salvado, se restaura en lo simbólico, el equilibrio perdido en lo real. El saldo de una guerra y de una represión feroz y continuada, se transmite como un balance equilibrado. ¿Sería demasiado decir que es esta ideología la que funda la “normalidad” del franquismo, su legitimidad última? Entonces, buceando en la memoria, transmitida en los cuentos de nuestros padres, comprendemos un poco más sobre nuestro país de hoy, sobre la imposible “condena” de un franquismo que deviene sino inocente, al menos absuelto.
3 comentarios:
Planteas varias cuestiones, la primera de ellas es la de dónde reside o se esconde la historia, si nos han legado verdades o mentiras, lo que supone un terrible conflicto para una persona como yo, obsesionada hasta la paranoia por distinguir los hechos objetivos de la subjetividad de las mentes con las que dichos hechos interactúan. Misión imposible, habrá que conformarse con los supuestos y aceptar que nos movemos en el sutil terreno de las metáforas, lo que conlleva la imposibilidad en ésta y en todas las cuestiones de obtener certezas absolutas.
Sin embargo, quisieran o no nuestros padres, los niños crecimos y llegó por fin el tiempo de la pubertad y la adolescencia y antes siquiera de que se nos presentaran las primeras dudas sobre lo que hasta entonces había sido la "única historia posible", nos tropezamos de golpe con los malos del cuento. Tardé en reconocerlos porque quizá todavía no estaba preparada para ello, pero poco a poco la verdad se fue imponiendo, sí eran ellos, aquí y en Latinoamérica, los mismos malos en todos los lugares del mundo, desde el principio de todos los tiempos, desde que el hombre es hombre. Pero lo peor estaba por llegar: a estos malos no se les castigaba, ni siquiera se les reprobaba, y no sólo es que se les permitiera actuar de soslayo o por lo bajinis, sino que ésas, las suyas, eran precisamente las reglas del juego.
Leyenda o no, el caso es que la historia de este puente, es representativa del espeluznante escenario de un país en guerra. De un país que en un momento de su historia prolongado durante 40 años decidió institucionalizar el horror y hacerlo cotidiano.
Por eso pienso que sea real, o sea leyenda la historia de aquel puente, lo importante es lo que representa, otra esquina, otro recoveco, otro escenario que sirvió de repositorio, de almacén de la represión.
Impresionante. ¿Cuantos rincones habrá así en el Estado Español?.
He pasado hace pocas horas por allí. Imaginarlo me ha desgarrado el alma.
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