lunes, 5 de febrero de 2007

Mariquita

Cuando yo era pequeña pasaba mucho tiempo en el pueblo de mi madre donde, a excepción de ella, vivía el resto de su familia y, por extensión, toda la mía, puesto que ni con mi padre ni con la familia de él teníamos trato. En mi familia del pueblo se contaban muchas historias del “otro pueblo”, de “su verdadero pueblo”. Su verdadero pueblo está en Cáceres y tuvieron que abandonarlo a finales de los años 50, cuando empezaron a expropiar porque se iba a construir un pantano que cubría las tierras cultivables, único medio de vida que tenían. Les pagaron dos duros y se marcharon a un pueblo de Salamanca.

Mi abuela y su hermana (pero también mi madre y la hermana de mi madre) contaban muchas historias de su pueblo. Una que nos gustaba especialmente, y le pedíamos mis primas y yo a mi abuela de forma insistente, “abuela, abuela, cuéntanos esa historia”, era la historia de Mariquita. Mariquita era una mujer del pueblo cuyo hermano era rojo, pero ella estaba casada con el jefe de la falange. Vinieron a por su hermano para fusilarle y, entonces, ella fue corriendo a donde su marido y le dijo: si tú dejas que maten a mi hermano, yo te juro que te mato esta misma noche”. Cuando mi abuela lo contaba la amenaza no sonaba como un farol, sino como una amenaza en toda regla, ella transmitía esto con mucha fuerza y destacaba que Mariquita era una mujer de armas tomar, que ¡menuda era Mariquita!. Así que el marido no tuvo más remedio que impedir que mataran al hermano de Mariquita. El final de la historia era que este gesto del jefe de la falange de impedir el fusilamiento de su cuñado tuvo el efecto de detener los asesinatos de rojos en el pueblo. Y la conclusión que sacaba mi abuela era que Mariquita se había impuesto a su marido y que, gracias a ella, no mataron a más rojos y mi abuelo, que llevaba tiempo huido en el monte para evitar ser fusilado, pudo regresar a casa. No sé a mis primas, pero a mí me gustaba, sobre todo, la épica de la mujer de carácter.

martes, 23 de enero de 2007

lunes, 22 de enero de 2007

Me acuerdo de la primera vez que conocí a mi tío Gonzalo, el hermano de mi abuela Paca. Venían de Tarbes (Francia) a pasar una temporada en mi casa con su mujer y su nieta. Yo tendría unos nueve años y para mi era todo un acontecimiento. Era un hombre corpulento y muy alegre. De esos días sobre todo me acuerdo de dos cosas:

La primera es que nos enseñó las cicatrices que tenía de metralla en la pierna y en el pecho pues había sido herido en la guerra civil. Y la otra que fuimos a ver el Valle de los Caídos.

Su historia la fui conociendo después en las pocas veces que le ví. Hace algunos años al morir pude leer una carta en la que escribió de forma muy breve todo por lo que pasó al finalizar la guerra desde 1939 hasta 1949.

Mi abuela era la segunda de 5 hermanos vivían en Fuenlabrada, trabajaban en una panadería y se dedicaban a hacer rosquillas y a venderlas por los pueblos cercanos. Todos eran rojos, ya desde los 13 años mi tío tenía el carné de las juventudes socialistas. Cuando estalló la guerra todos los hombres se alistaron.

Mi tío Gonzalo, estuvo en el frente durante los tres años que duró la guerra y llegó a ser teniente pues por lo visto tenía buenas dotes de mando. Fue herido al final de la guerra estando en Barcelona cuando cayó Cataluña y escapó del franquismo como miles de exiliados pasando la frontera a Francia el 11 de febrero de 1939. Pasó por los Pirineos por la parte de Gerona, y tras la frontera y a pesar de las heridas le internaron en el Campo de Concentración de Argeles Sur de Mer. El contaba que dormían hacinados en la propia arena de playa rodeados de alambradas. Así fue como la República Francesa de Vichi recibió a los derrotados republicanos que escapaban del franquismo.

La gravedad de las heridas hizo que le llevaron al hospital de Perpiñán y después en un tren hospital le trasladaron a Loira. Una vez curado le llevaron de nuevo al Campo de Concentración de Argeles Sur de Mer desde donde se alistó a la 14 Compañía de Trabajadores Españoles. Estas Compañías de Trabajadores fueron la forma en la que en condiciones inhumanas los prisioneros españoles de los distintos campos de concentración en Francia hicieron los trabajos más duros para levantar la defensa contra la entrada de los alemanes.

En concreto a mi tío lo llevaron a primero a Utelle, a los Alpes Maritimes a trabajar haciendo trincheras y antitanques. De allí fueron trasladados a Le Cateau, más cerca de Bélgica donde hicieron antitanques desde la línea Maginot hasta Dunkerke. Cuando los alemanes empezaron a invadir Bélgica y Francia en 1940 huye a Issoire, hasta llegar a Perpiñán y desde allí le vuelven a internar en el Campo de Argeles sur de Mer.

Se vuelve a inscribir en la Compañía de Trabajadores y esta vez los llevan a Elne. Finalmente los alemanes les capturan y les llevan a hacer trabajos forzados pasando por dos campos de concentración. En el de Saint Malo y antes de que se los llevaran a las pequeñas Islas Anglo Normandes donde sabía que posiblemente moriría, decide escapar con otro español y con miles de dificultades logró llegar hasta la ciudad de Orleáns. Esto fue ya en el 1942 allí puedo encontrar trabajo de agricultor y talando árboles hasta 1944.

Tenía contacto con la Resistencia ,los alemanes un día detuvieron a todos los que vivían en la pensión donde el dormía. La GESTAPO les torturó y unos días después los pusieron frente a una pared, él pensaba que ya los iban a matar pero para su sorpresa le dejaron escapar. Al resto se los llevaron a un campo de concentración a Alemania y ya no volvieron.

Con grandes dificultades pudo ir tirando y trabajar de guardés en una finca, de agricultor, en serrerías… hasta que mi tía Manola (su mujer) y su hija a la que todavía no conocía, pudieron pasar la frontera ya en el año 1949 y juntarse con él.

El no podía regresar a España, y se quedaron viviendo en Francia como refugiados políticos. Mi tía aprendió el francés pero mi tío nunca lo habló bien. La Primera vez que volvió a España fue en el 1978 justo el día que se votó la Constitución, no quería volver antes aún por miedo. Y la segunda es con la que empecé el relato. La vida que llevó durante esos años fue bien dura pero él era fuerte y nunca traicionó ni a su ideal socialista a ni a su campechano sentido del humor.

sábado, 13 de enero de 2007

La imagen



Vista mágica y tenebrosa desde el "Puente de las Palomas"

el puente de las palomas

Estas cosas está mal decirlas pero parece que mi tío sabía que su muerte sería prematura. Un par de años antes del deceso, para sorpresa de toda la familia – yo lo atribui a una reciente crisis familiar que le hizo preguntarse un poco más a fondo por sí mismo – se decidió a escribir un libro sobre su infancia – no unas memorias de su vida sino de su infancia, que fue su época mas feliz según el mismo decía -. Mi tío debió nacer en el 33 o así. De ese libro puedo contar algunas historias.

Cuenta que su padre, Valentín (sí amigos, helo aquí), como todos los hombres de su zona cogió las armas en el 36 en cuanto tuvieron noticia de la sublevación militar. No tardaron los mineros en lanzarse contra los cuarteles de la Guardia Civil tomándolos al asalto pese a la resistencia de los guardias. Idealización de un hijo amante o hecho cierto, mi tío cuenta que el abuelo tenía una cierta ascendencia sobre los hombres del pueblo. Cuando sacaron a unos guardias del cuartel y se los llevaban a fusilar el abuelo se dirigió a los guardianes y les dijo que no lo hicieran, que los dejaran detenidos pero que no se les matara. Esa acción salvó la vida de los guardias. Pero ocurrió que cuando los rebeldes tomaron el pueblo se invirtió la situación. Los falangistas, militares y guardias hacían razzias por el pueblo sacando hombres de las casas y cargándolos en camiones camino de la muerte. Cuando mi abuelo estaba ya en uno de esos camiones fue reconocido por un guardia civil de aquellos a los que había salvado, quien ordenó que se le dejara marchar.

Sobre esos hechos se cuenta en la familia de mi padre un relato que se confunde con mis primeras visitas infantiles al pueblo: que a los que cogían los llevaban en camiones por la carretera al “Puente de Las Palomas” y los arrojaban vivos por el despeñadero que se abre debajo (mi mente infantil imaginaba camiones con volquete y gente cayendo al vacío). Ese puente, que cruzábamos con el coche unos kilómetros antes de llegar al pueblo, tomó desde mi primera infancia el aura de un lugar entre mágico y tenebroso: siempre deseaba llegar a aquel puente y siempre temía hacerlo; como deseaba mirar al fondo del barranco y temía encontrarme aún los restos de los despeñados. No hace mucho oí esta historia en un documental sobre la exhumación de las fosas comunes de los asesinados en Llaciana, en boca de dos abuelas coraje que buscaban a sus muertos 70 años después. Me impactaron entonces con dos cosas: una fue el que mi recuerdo formara parte del patrimonio común de un pueblo, patrimonio que me sentí entonces obligado a compartir; otra fue que una de las mujeres sostuviera enfadada que la historia del puente era mentira y que era una forma de añadir dolor, mediante el horror de aquella forma de muerte, a las familias de los fusilados. Lo que suponía situar la historia, el cuento infantil, en una perspectiva distinta, la de la su función política y represiva – o, cuando menos, mostraba la huella de dicha represión sobre la memoria transmitida -

Precisamente esa huella puede encontrase en la forma misma del relato que me transmitió mi tío . Es una historia de ida y vuelta, de un perseguidor perseguido, una historia de inversión de roles. Si en otros cuentos de la memoria la eliminación del sujeto permite eludir la cuestión de la culpa, en este caso, mediante la argucia del héroe privado, hoy salvador y mañana salvado, se restaura en lo simbólico, el equilibrio perdido en lo real. El saldo de una guerra y de una represión feroz y continuada, se transmite como un balance equilibrado. ¿Sería demasiado decir que es esta ideología la que funda la “normalidad” del franquismo, su legitimidad última? Entonces, buceando en la memoria, transmitida en los cuentos de nuestros padres, comprendemos un poco más sobre nuestro país de hoy, sobre la imposible “condena” de un franquismo que deviene sino inocente, al menos absuelto.

de casta le viene al galgo


la bebida
¿un exilio interior o una deserción?

miércoles, 10 de enero de 2007

El cuento de la guerra


De pequeña, yo sabía que el abuelo había luchado durante la guerra con los perdedores y no por obligación porque ya ni siquiera tenía edad para ir al frente, pero desconocía entonces absolutamente las razones que le habrían empujado a hacerlo, porque durante mi infancia alegre y feliz, pero tristemente franquista, apenas se hablaba de política y mucho menos de cuales habían sido los motivos que habían originado esa terrible guerra fraticida que se llevó por delante y sin previo aviso la niñez y la adolescencia de nuestros padres. Era para mí, por tanto, una incógnita la causa de que mi abuelo Gregorio, se hubiera alistado cuando ya había sobrepasado los 50 años y más todavía el que lo hubiera hecho en el otro bando y no en el que apoyaba la gente normal como mi otro abuelo, el padre de mi padre, y, según parecía en aquellos tiempos de mi infancia, también todos los vecinos y amigos que conocíamos y con los que nos relacionábamos.
De la guerra sí se hablaba, se contaban las peculiares anécdotas de las colas para conseguir los escasos alimentos que otorgaban las cartillas de racionamiento, de la huida y los constantes cambios de localidad y domicilio, de los viajes en trenes y en grandes barcos, de las sirenas que anunciaban bombas, de los sótanos oscuros dónde corrían a refugiarse, de lo maravilloso que era conseguir pan blanco y del exquisito regalo en que consistía una vulgar naranja. A mí me encantaban esas pequeñas historias, me gustaban más que los propios cuentos y no me cansaba jamás de escuchárselas relatar a mi madre, todo lo contrario, cuando empezaba, apenas le dejaba tregua:

- Cuéntame otra vez lo de cuando el tío Rafael se bajó del tren
- Por favor, dime ahora lo de cuando vivíais en el pueblo de Solares
- Y lo de cuando volvisteis en el barco a Pasajes
- Ahora toca lo de la tía Irene cuando se volvía a poner en la cola de las tabletas de chocolate o mejor, lo tu amiga Jone y cómo se quedó completamente sola en Francia

Había miles de historias, algunas eran divertidas, otras sorprendentes, también las había muy tristes, pero afortunadamente todas aparentaban terminar bien y por ningún resquicio se escapaba la más mínima duda sobre si hubiera sido mejor o peor que la guerra la hubieran ganado unos u otros. Parecía cómo si eso no tuviera la menor importancia y tampoco se encontraba ninguna conexión entre lo sucedido entonces y la situación actual que vivíamos. Ni siquiera yo sabía por qué había empezado, era algo que había ocurrido como pasa con las cosas de los cuentos: “Erase una vez una princesa que vivía en un gran palacio...” y no te preguntas por qué existía la princesa ni quien había construido el enorme palacio o “Y fueron felices y comieron perdices” y con esa sentencia todo el mundo sabe que ha llegado el final y nadie dice: ¿y qué pasó después?. Con la guerra sucedía lo mismo, no importaban las razones ni los resultados. Para mí, la guerra era sencilla y llanamente un cúmulo de pequeñas historias, reales y cargadas de sentimientos, pero pertenecientes a un tiempo en el cual mis padres habían sido niños, eran por tanto tan remotas que casi parecían cuentos y como en ellos, no había por qué saber lo de antes ni lo de después, cada historia tenía su propio valor sin que contaran las causas o las consecuencias.

El cuento de la guerra fue durante años mi cuento preferido, pero a ese cuento le faltaba algo, no había malos. La mayoría de las personas que mencionaba mi madre, fueran de uno u otro bando, habían sido bondadosas y generosas, sólo excepcionalmente aparecía algún personaje que, acuciado por el hambre, cometía un pequeño hurto o que no estaba dispuesto a compartir con los demás todos los alimentos que escondía en el armario o debajo de la cama. Pequeñas transgresiones morales que en ningún caso llegaban a convertirlos en auténticos malhechores. No sé si mi madre, al ser solo una niña y haber pertenecido al grupo de los perdedores, había preferido ignorar u olvidar los agravios cometidos contra ellos, pero la verdad es que no recuerdo ningún atisbo de rencor en sus palabras. Con el tiempo, cuando supe la verdad sobre aquella guerra, comprendí que mi madre había elegido el mejor o el único camino posible para salvar su juventud de la desolación con la que había finalizado su infancia. La guerra había trastocado cruelmente su vida cuando tan solo era una niña, sin preguntarle qué prefería ella o cuales eran sus ideales y sus ambiciones, sin darle tiempo siquiera a alcanzar la etapa de la adolescencia que es cuando uno empieza a plantearse este tipo de cuestiones. Los otros habían ganado arruinando casi todos sus sueños, pero había que seguir viviendo y para ello era necesario dejar de lado no sólo el odio o el rencor sino también las vanas esperanzas de que llegara pronto el día en que justamente se reparara el daño cometido. Había que tratar de sobreponerse a la tristeza de las ilusiones perdidas y vivir el presente. Ella era todavía muy joven y podía luchar por ser feliz. No, no debía consentir convertirse para siempre en una perdedora. Por eso, aunque jamás ocultó la participación de su padre en el bando republicano, olvidó él dolor o lo arrinconó en un lugar recóndito de su alma. Quizá, no lo sé, se reservó siempre para ella la pequeña esperanza de que en algún momento de su vida podría declarar con voz alta y clara cual fue su bando sin que eso supusiera un deshonor o una mancha en su currículo. En cualquier caso, abrigara o no ese ánimo, parecía que la cosa iba para largo y mientras tanto lo mejor y lo más inteligente era sencillamente vivir con las cartas que le había entregado el destino.

La foto es en San Sebastián, durante los años 60, estoy con mis dos abuelas, cada una perteneciente a un bando durante la guerra

martes, 9 de enero de 2007

El cocido desparramado

Recuerdo que mi abuela materna siempre nos decía: "Una guerra es lo peor que puede pasar. La guerra no es bonita".

Mi abuela, aquel día, se había pasado toda la mañana en la cocina. El día anterior había comprado en el mercado del pueblo, "la plaza", como lo llamaban, todos los ingredientes para hacer la comida familiar. Un cocido (he de decir que siempre le salió muy bueno) para toda la familia en aquellos días donde encontrar los ingredientes era más que difícil.

Mi abuela cocinó aquella mañana para toda la familia que estaba refugiada en casa de la hermana de mi abuelo. Horas de trabajo pelando patatas, limpiando la poca carne que le echó y en fin, haciendo aquella comida en su cocina de carbón.

Mi familia se refugiaba en casa de mi tía abuela donde habían improvisado en un sótano un pequeño refugio antiaéreo. Por eso vivían tod@s allí.

Cuando ya lo tenía terminado, empezaron a caer las bombas. Mi abuela se dirigió a toda prisa con el cocido recién hecho hacia casa de mi tía abuela. Y las bombas ya caían.

De pronto, una bomba cayó cerca y mi abuela perdió el equilibrio. Cayo al suelo y el perolo que llevaba con el cocido de toda la familia quedó desparramado por toda la calle. Mi abuela cuando se repuso de la primera impresión (afortunádamente quedó ilesa) y vio todo el cocido esparcido por la calle, ni siquiera fue a refugiarse a la casa de mi tía abuela. Se quedó sentada en el portal de la casa llorando y observando toda la comida desparramada por el suelo. Esa comida que tanto le había costado encontrar, esa comida que tanto le había costado cocinar. Se desmoralizo.

Por fin el bombardeo cesó y empezaron las carreras por el pueblo de gente intentando salvar a sus seres queridos. Pero mi abuela, seguía llorando en aquel portal con aquel cocido desparramado por toda la calle.

lunes, 8 de enero de 2007

pasandolas putas

No me di cuenta de la clase social a la que pertenezco hasta que un día mi padre - o quizás fue mi madre - hizo un comentario, casi de pasada, hablando del día en que nuestra abuela se vino a vivir con nosotros a la ciudad (a Oviedo). hasta entonces yo estaba convencido que, más o menos todo el mundo era igual, que todos eran como nosotros, y que nosotros éramos "normales". Mi familia se muda a Oviedo teniendo yo dos años, es decir en el 73. Y mi abuela se viene al poco.
- ¿Por qué se vino la abuela, madre? - pudo ser mi pregunta,
Y la respuesta más o menos esta: tu abuela vivia en la casa del pueblo en que vivió toda la vida. Un día estaba yo con tu padre que habíamos ido a Cangas y dormimos en su casa. Aquel día la abuela salió a primera hora y fue a trabajar al campo como siempre. Cuando tu padre, al caer la tarde la vio aparecer con el jornal de ese día, me dijo:"tu madre no tiene por qué andar pasando miserias. Que se venga a Oviedo a vivir con nosotros". El "salario"de un día de trabajo recogiendo patatas, todavía en aquellos años, era algunas de las patatas que había recogido. Le llaman "la rebusca" al derecho que otorgan los propietarios de un campo o una huerta a pasar, una vez recogida la cosecha, y quedarse con, por ejemplo, las patatas que no se han recogido. Pues bien, ese era el salario. Muy jodido ser viuda y jornalera sin tierra en la Asturias de los minusculos propietarios acosados por el hambre.
Tirando del hilo rojo de la historia he llegado a algunas otras. ¿Como una viuda con 6 hijos saca adelante su familia en una época así?

1.Colocando a sus hijos en casas ajenas.Sea en una casa de dudosa reputación cuya patrona comentan se dedicaba a facilitar que las mu1jeres se deshicieran de embarazosos problemas, sea colocandolas a trabajar en casas de labranza donde, desde los seis años, trabajan como adultos, reciben palizas sin fin y pasan tanta hambre que tienen que robar a escondidas la comida a los cerdos. Cuando las cosas mejoraron colocaron a las más jóvenes con los mayores (en Madrid sobre todo)

2.La de comadrona o de partera era otra de sus tareas "muy valorada por las mujeres de la zona" por sus habilidades; aunque teniendo en donde coloca a sus hijas es posible que lo de "comadrona" sea una versión amable de una función menos noble y poco digna tanto de la españa franquista como de nuestra inmaculada democracia

3. Yendo a Madrid cada vez que tenía un hijo a dar de mamar al hijo de un rico, mientras en el pueblo dejaba a su propio retoño a cargo de su hija mayor comiendo lo que hubiese

4. Cuando los hijos varones fueron mayores (13 años?) poniendolos a trabajar en la mina; y a las chicas mandándolas a Madrid (o quizás yéndose ellas) ¿Pero a Madrid a qué? Puen en ese madrid de pensión y hambre, con más manos para servir que casar que las necesiten, solo tengo constancia de que mi tia vivia en una casa con otras mujeres y una "patrona". Y que cuando murió esta, mi tia casó con el patrón que "era todo un señor"

Y así pasaron los 25 años de paz del proletariado español...

El ambiente y los libros de texto

Pese a haber vivido una infancia en la que no se notaban en lo material las secuelas de la guerra civil, sí que había, no obstante, muchos detalles que mostraban una situación anormal. Si en las comidas en casa de mi abuela paterna –franquista- se podía hablar tranquilamente de las cosas de la guerra, lo malos que eran los rojos, etc, nunca pasaba lo mismo con la familia de mi madre –republicana-. En torno a 1970, teniendo yo 14 años, sí se percibían también otros indicios. El colegio al que asistía, de curas, estaba situado junto al cuarte de la policía armada, y había ocasiones, cada vez más, en las que los vehículos antidisturbios se acumulaban en la puerta prestos a salir: se trataba del Aberri Eguna, que por aquel entonces empezaba a celebrarse en las calles de San Sebastián. En ese día, nuestros padres no nos dejaban salir de casa, pero en el colegio algún compañero de clase, oscuramente, hacía mención de esa fecha sugiriendo que algún hermano mayor sabía bastante más del asunto.
No es de extrañar este ambiente, porque aún en fecha tan tardía, 31 años después de terminada la guerra civil, se podía leer lo siguiente en el libro de Historia que estudiábamos en el colegio:

Íñigo Echenique



sábado, 6 de enero de 2007

Los Reyes Magos

La noche del 5 de enero de 1937, la familia de mi madre vivía refugiada en Bilbao, después de haber huido de Guipúzcoa a finales de agosto, antes de que las tropas de Franco tomaran San Sebastián, el 13 de septiembre de 1936.
En Bilbao, vivían en un piso con otras familias vascas, también refugiadas y comían lo que podían. Es normal, que mi madre y su hermana pequeña, que eran unas niñas, esperaran ansiosas la llegada de los Reyes Magos y que lo que les pidieran este año no fueran sólo juguetes, sino también golosinas e incluso arroz, lentejas o garbanzos para que su madre pudiera cocinar.
Mis abuelos les oyeron cuchichear emocionadas:
- Pero, ¿tú crees que podrán los Reyes Magos llegar a Bilbao sin que les atrapen los requetés?
- Hombre, claro, para eso son magos, ellos pueden saltar por encima del cinturón de hierro sin que nadie los vea
Mis abuelos no tenían nada que poner a la mañana siguiente en los zapatos de sus hijas y tuvieron que decirles la verdad sobre los reyes magos para que no siguieran haciéndose ilusiones que no se iban a poder cumplir. Esto no es más que una anécdota, todos, en un momento u otro de nuestra vida, hemos pasado por la experiencia, más o menos traumática, de saber que los reyes magos no existen, pero en un día como el de hoy me ha venido a la memoria este recuerdo de cómo la guerra fue destruyendo hasta las ilusiones más sencillas y simples de los niños.

viernes, 5 de enero de 2007

la desmemoria

Más con tristeza que con el miedo de entonces, relata mi abuela un suceso de postguerra. Con la guerra terminada, Asturias ocupada y la represión en su máximo apogeo ("salian camiones desde asturias con los detenidos y los traían aqui - Llaciana, en Leon - para matarlos" cuenta mi padre) las delaciones y las acusaciones de ser "rojos" están a la orden del día. Mis abuelos maternos, campesinos firmemente republicanos intentan no hacerse notar. Una mañana antes del alba mi abuela, al salir de su casa camino de los campos de labor ve una pintada de gran tamaño en su puerta: UHP. Este es el lema de los revolucionarios asturianos (uníos hermanos proletarios). Significa ni más ni menos que están "marcados", que alguien los ha identificado para que vayan a por ellos. Mi abuela Adela consigue dominar su pánico inicial y entra en la casa a por agua y jabón. Limpia con energía la pintada, desesperada por acabar antes del amanecer, temiendo que alguien la descubra. Cuando amanece, aquellas letras, que años atrás habían representado todos sus anhelos de justicia social, habían desaparecido por fin de su puerta. Mi abuela nunca alcanzó a comprender como había "gente tan mala" como para delatarles de aquel modo. Al joven que yo era, y que la escuchaba entonces, siempre me costó empatizar con la profudidad de su temor y, sobre todo, con la tristeza por haber sido delatados. En cambio entendí perfectamente el mensaje del fascismo: borrarás con temor cualquier signo de lo que fuiste, en el silencio y la desmemoria, si quieres conservar tu vida.

jueves, 4 de enero de 2007

In Memorian Ángel Gómez Martín

Por las calles polvorientas de Bocigas, un pequeño pueblo de Valladolid, muy cerca de Olmedo, aquella tarde de julio de 1936, irrumpe como una maldición una caravana de vehículos camino de la iglesia, situada a la salida de la aldea. Un momento después bajan unos hombres armados, vestidos con uniformes de opereta, azules y rojos y entran en la parroquia.
Un niño corre anunciando a todo el que lo quiere oír:
- ¡Han entrado los falangistas! ¡han entrado los falangistas!
Aquella misma tarde, a la vuelta de la labranza, han estado en casa los compañeros de papá.
- Ángel, al fin han dado el golpe, tenemos que organizarnos, en media hora nos vemos en el Ayuntamiento, dile a tu hermano Casiano que venga también.
Papá está nervioso, se le nota cuando nos besa a los cinco, mamá está llorando:
- Ángel, no te metas en líos, piensa en tus hijos, por qué te presentarías al ayuntamiento, ya te dije que nos perderías a todos, se pueden tener unas ideas pero sin significarse… ¡madre mía! ¿que habrá sido de las tres mayores?
- Ellas están bien, parece que no han podido tomar Madrid.
Mamá lo abraza, lo besa, le estira la chaqueta y lo deja marchar mientras, sin perderle de vista desde el portón de casa, se limpia las lágrimas con el mandil atado a su cintura.
En el Ayuntamiento están todos, Venancio, el tío “Bomba”, Juanito, los primos. Apenas han comenzado a hablar cuando suenan un par de disparos y entran violentamente los forasteros acompañados del párroco Agustín. Los falangistas miran al cura, quien imperturbable señala:
- Todos éstos están en la lista, nos han facilitado el trabajo al estar reunidos, sólo habrá que buscar tres o cuatro más.
Los atan y los llevan a una improvisada prisión en la cuadra de la casa grande, algo después se abre la puerta y empujan a Toribio, el hijo del panadero:
- He intentado escapar pero me han cogido, Luis y su cuadrilla no han venido al pueblo esta tarde, parece que se han salvado.
- Hay que escapar como sea, nos van a matar a todos.
- No hombre, no, ¡cómo nos van a matar, si no hemos hecho nada!
- Parece que no los conozcas…
- Y el cura, ya has visto, está por medio.
- Pero si arreglamos la fachada de la iglesia y todo.
- Bastante le importa a ése, es un fascista.
Esa noche tras muchas discusiones y en un descuido del vigía, Severiano y Juanito emprenden su huida hacia el bosque. Le han insistido mucho a Ángel para que los acompañe, son su primo y su mejor amigo, pero el piensa que no les pueden hacer nada y además que sería de sus cinco hijos pequeños y de Emiliana, pobre Emiliana…
El alba despierta al pueblo con gritos, los doce hombres son subidos a golpes a una camioneta, nosotros cinco estamos agarrados a mamá; cuándo la furgoneta pasa a nuestro lado, papá la mira:
- Cuida de los chicos hasta que vuelva
Siento que no volverá mientras corro detrás de la furgoneta, pero ésta se pierde camino de Mojados. Aún hoy, setenta años después, sigo sin saber dónde paró esa camioneta, sigo sin saber dónde mataron a mi padre.

Este testimonio lo recibí de mi madre, una de las hijas mayores que estaba en Madrid, y de mi tía Carmen, en quien he puesto la voz del relato, la niña que corrió por última vez detrás de su padre, mi abuelo. Terminada la guerra, mi madre y sus hermanas mayores volvieron al pueblo a reunirse con su familia. Les esperaba la cárcel por unas semanas y el habitual corte del pelo al cero, su delito: ser hijas de un republicano.
Cinco años después ya instalada toda la familia en casa de la hermana mayor en Vallecas, una mañana Emiliana no pudo más y se tiró a las vías del tren. Por eso, a mi abuela tampoco pude conocerla.

Javier Camarillo.


miércoles, 3 de enero de 2007

Todo lo que no era franquismo, era perseguido

Mi abuelo tenía una tienda de telas, de tejidos, en Martos, un pueblo de Jaén que durante la sublevación franquista en los primeros meses de la guerra civil había caido en bando republicano. Es decir, era lo que hoy podríamos considerar un pequeño comerciante de clase media, liberal, ni comunista, ni socialista, ni mucho menos anarquista.

Durante la guerra fue reclutado por el Ejército republicano. El Gobierno republicano le indemnizó con dinero de la república puesto que no iba a poder atender su pequeño negocio de telas en el pueblo. Este dinero y puesto que el Gobierno republicano perdió la guerra, finalmente, no le sirvió para recuperar los años "perdidos". Evidéntemente el dinero imprimido por la república no servía en el nuevo estado franquista.

Aún y todo mi abuelo consiguió salvar su vida y su negocio en la posguerra. Sin embargo, todos los años tenía que desfilar por el pueblo con el resto de hombres del pueblo el día de la victoria (1 de abril).

Aquel día mi tío Pepe nació y claro, mi abuelo, no pudo asistir al desfile de la victoria porque tenía que atender a mi abuela parturienta y supuso que la autoridad competente entendería que el haber tenido un hijo era una "causa de fuerza mayor" suficiente para no asistir a la anual cita de enaltecimiento de la "gesta" franquista.

Que equivocado estaba mi abuelo, un hombre liberal, de costumbres cristianas y un "buen español" como se estilaba decir entonces. Al día siguiente llegó un escuadrón de falangistas le detuvieron y le llevaron a sus siniestras dependencias, le dieron una paliza y le cortaron el pelo al cero para recordarle dos cosas: que no había excusa para no acudir a desfilar el día de la victoria y que el franquismo, la causa del franquismo, era más importante que cualquiera otra y si hacía falta demostrarlo violéntamente, ésto se haría de forma implacable.

Después de aquello mi abuelo siguió acudiendo puntualmente, todos los años al Desfile de la Victoria. Finalmente tuvo que abandonar el pueblo, vender su pequeña tienda de tejidos y rehacer su vida aquí en Madrid, en la capital de la nueva España franquista, como otros miles o quizás millones de españoles que creían en la razón y el buen juicio.

Y es que el franquismo perseguía todo lo que no fuera franquismo, incluso el sentido común.

Gabriel.

martes, 2 de enero de 2007

un barco en el puerto

Cuando volvíamos del colegio nos encontramos con una vecina, que se apresuraba hacia nuestro portal y fue ella la que nos lo dijo. Subimos las escaleras a saltos, los tres queríamos ser los portadores de la gran noticia, los tres queríamos ser los primeros en hablar y nos moríamos de ganas de ver la cara de nuestra madre cuando se lo contásemos.
  • Papá está en el puerto, ha venido en un gran barco

  • Hay que ir corriendo, lo ha dicho Conchi, la vecina

  • Vamos, vístete, tenemos que darnos prisa

Mamá parecía no entender nada de nuestro barullo, pero yo noté que se le iluminaban los ojos y que en sus labios empezaba a dibujarse algo parecido a una sonrisa. Nos movíamos a su alrededor, quitándonos la palabra el uno al otro, hasta que ella hizo una llamada a la calma:

  • Niños, dejad que me ponga los zapatos

Volvimos a bajar a la calle, corriendo por las escaleras, esperándole a ella en los descansillos de cada piso, todos queríamos estar a su lado y a la vez todos queríamos llegar los primeros. Caminamos sonrientes por el paseo, avanzando y retrocediendo, con un ojo puesto en el barco y el otro en mamá que no podía correr tanto como nosotros.

El barco entrará en el puerto, desde la cubierta podré ver los balcones de mi casa y ellos no sabrán que estoy aquí, tan cerca. Imagino a los niños volviendo de la escuela, con sus carteras al hombro, y a Lucía, mi amor, moviéndose entre los muebles de la cocina, preparándoles la merienda y creo que yo también estoy allí, que la pesadilla ha terminado y la vida vuelve a ser lo que era, con los sueños de ayer y con esa rutina que ahora tanto anhelo y tan dulce me parece. Han pasado más de dos años desde que me despedí en silencio de los niños, era tan temprano que no quise que se despertaran, estaba seguro de que esa misma noche volveríamos a vernos en aquel pueblecito, cerca de Santander. Aunque ya entonces andábamos huyendo y el presente se tambaleaba entre las bombas, todavía podía haber un futuro que nos perteneciera. No era posible que esa barbarie se consumase, que no recibiésemos la ayuda de los países aliados, que nos abandonasen a nuestra suerte, a nuestra mala suerte.

Las cosas salieron mal entonces y ahora todavía son peores. En este barco nos llevan a todos a cumplir condena, lejos de nuestros hogares, lejos de nuestras familias, muchos no volveremos.

Hemos cruzado la frontera y nos han apresado sin escrúpulos, pero ¿qué otra cosa podía hacer?, aquí está mi vida, aquí están los míos, y yo sólo pensaba en volver, por eso quise creer en la palabra de los traidores con la vana esperanza de recuperar mi pasado, pero nos han engañado otra vez.

Y mientras tanto, mi mujer y mis niños, mis pobres niños, cuánto tiempo sin verlos, cuánto tiempo sin poder abrazarlos y cuánto más me quedará todavía. Todos los sueños que tenía para ellos se han esfumado, ahora también son unos vencidos, como yo, como todos los nuestros.

Estaré ahí, tan cerca y ellos sin saberlo.

La guardia civil nos cierra el paso, no se puede seguir avanzando. Mi madre habla con ellos, explica, suplica, enseña su documentación. Los tres nos abrazamos a ella cómo si fuéramos un solo cuerpo, sin atrevernos a hacer ruido, ni a respirar casi. No nos moveremos de aquí, dice mi madre. Y los tres asentimos bajito con la mirada fija en ese barco dónde dicen que está nuestro padre.

Mi barco entra en el puerto, tengo que decirlo, alguien me ayudará, debería al menos intentarlo. Me acerco a uno de los soldados que nos custodian desde la frontera; desde el mismo momento en que perdimos la condición de exiliados para convertirnos en presos. Le cuento que soy de este pueblo, que mi casa es esa de los balcones, que ahí viven mi mujer y mis tres hijos, que hace dos años que no los veo, que quien sabe cuándo volveré. Le pido que haga algo, le suplico que alguien los avise. Aunque parece no escucharme yo sigo hablando, no me callaré ni me moveré de su lado. Le repito mi nombre una y otra vez, le digo que seguro que en el puerto trabaja gente que me conoce.

De pronto, se gira hacia mi:

  • Espere un momento

Le veo que habla con su superior, no les quito la vista de encima, quiero que sientan que sigo aquí, esperando, que no renuncio, que no desisto. Los dos caminan juntos por la pasarela y hablan con el práctico del puerto.

Empieza a hacer frío y estamos cansados, llevamos quietos mucho tiempo y aquí no pasa nada. Nos gustaría marcharnos a casa y cenar algo caliente pero mamá sigue ahí con la mirada fija en el barco. No nos dejarán pasar. Alguien se acerca, son soldados, hablan con la guardia civil, seguro que vienen a echarnos.
  • ¿Son ustedes los familiares de Gregorio González?

  • Soy su mujer y ellos son nuestros hijos

  • Pasen, su marido, vuestro padre, está esperando, falta todavía una hora para que zarpemos y pueden pasarla juntos.

Mar