lunes, 5 de febrero de 2007

Mariquita

Cuando yo era pequeña pasaba mucho tiempo en el pueblo de mi madre donde, a excepción de ella, vivía el resto de su familia y, por extensión, toda la mía, puesto que ni con mi padre ni con la familia de él teníamos trato. En mi familia del pueblo se contaban muchas historias del “otro pueblo”, de “su verdadero pueblo”. Su verdadero pueblo está en Cáceres y tuvieron que abandonarlo a finales de los años 50, cuando empezaron a expropiar porque se iba a construir un pantano que cubría las tierras cultivables, único medio de vida que tenían. Les pagaron dos duros y se marcharon a un pueblo de Salamanca.

Mi abuela y su hermana (pero también mi madre y la hermana de mi madre) contaban muchas historias de su pueblo. Una que nos gustaba especialmente, y le pedíamos mis primas y yo a mi abuela de forma insistente, “abuela, abuela, cuéntanos esa historia”, era la historia de Mariquita. Mariquita era una mujer del pueblo cuyo hermano era rojo, pero ella estaba casada con el jefe de la falange. Vinieron a por su hermano para fusilarle y, entonces, ella fue corriendo a donde su marido y le dijo: si tú dejas que maten a mi hermano, yo te juro que te mato esta misma noche”. Cuando mi abuela lo contaba la amenaza no sonaba como un farol, sino como una amenaza en toda regla, ella transmitía esto con mucha fuerza y destacaba que Mariquita era una mujer de armas tomar, que ¡menuda era Mariquita!. Así que el marido no tuvo más remedio que impedir que mataran al hermano de Mariquita. El final de la historia era que este gesto del jefe de la falange de impedir el fusilamiento de su cuñado tuvo el efecto de detener los asesinatos de rojos en el pueblo. Y la conclusión que sacaba mi abuela era que Mariquita se había impuesto a su marido y que, gracias a ella, no mataron a más rojos y mi abuelo, que llevaba tiempo huido en el monte para evitar ser fusilado, pudo regresar a casa. No sé a mis primas, pero a mí me gustaba, sobre todo, la épica de la mujer de carácter.

martes, 23 de enero de 2007

lunes, 22 de enero de 2007

Me acuerdo de la primera vez que conocí a mi tío Gonzalo, el hermano de mi abuela Paca. Venían de Tarbes (Francia) a pasar una temporada en mi casa con su mujer y su nieta. Yo tendría unos nueve años y para mi era todo un acontecimiento. Era un hombre corpulento y muy alegre. De esos días sobre todo me acuerdo de dos cosas:

La primera es que nos enseñó las cicatrices que tenía de metralla en la pierna y en el pecho pues había sido herido en la guerra civil. Y la otra que fuimos a ver el Valle de los Caídos.

Su historia la fui conociendo después en las pocas veces que le ví. Hace algunos años al morir pude leer una carta en la que escribió de forma muy breve todo por lo que pasó al finalizar la guerra desde 1939 hasta 1949.

Mi abuela era la segunda de 5 hermanos vivían en Fuenlabrada, trabajaban en una panadería y se dedicaban a hacer rosquillas y a venderlas por los pueblos cercanos. Todos eran rojos, ya desde los 13 años mi tío tenía el carné de las juventudes socialistas. Cuando estalló la guerra todos los hombres se alistaron.

Mi tío Gonzalo, estuvo en el frente durante los tres años que duró la guerra y llegó a ser teniente pues por lo visto tenía buenas dotes de mando. Fue herido al final de la guerra estando en Barcelona cuando cayó Cataluña y escapó del franquismo como miles de exiliados pasando la frontera a Francia el 11 de febrero de 1939. Pasó por los Pirineos por la parte de Gerona, y tras la frontera y a pesar de las heridas le internaron en el Campo de Concentración de Argeles Sur de Mer. El contaba que dormían hacinados en la propia arena de playa rodeados de alambradas. Así fue como la República Francesa de Vichi recibió a los derrotados republicanos que escapaban del franquismo.

La gravedad de las heridas hizo que le llevaron al hospital de Perpiñán y después en un tren hospital le trasladaron a Loira. Una vez curado le llevaron de nuevo al Campo de Concentración de Argeles Sur de Mer desde donde se alistó a la 14 Compañía de Trabajadores Españoles. Estas Compañías de Trabajadores fueron la forma en la que en condiciones inhumanas los prisioneros españoles de los distintos campos de concentración en Francia hicieron los trabajos más duros para levantar la defensa contra la entrada de los alemanes.

En concreto a mi tío lo llevaron a primero a Utelle, a los Alpes Maritimes a trabajar haciendo trincheras y antitanques. De allí fueron trasladados a Le Cateau, más cerca de Bélgica donde hicieron antitanques desde la línea Maginot hasta Dunkerke. Cuando los alemanes empezaron a invadir Bélgica y Francia en 1940 huye a Issoire, hasta llegar a Perpiñán y desde allí le vuelven a internar en el Campo de Argeles sur de Mer.

Se vuelve a inscribir en la Compañía de Trabajadores y esta vez los llevan a Elne. Finalmente los alemanes les capturan y les llevan a hacer trabajos forzados pasando por dos campos de concentración. En el de Saint Malo y antes de que se los llevaran a las pequeñas Islas Anglo Normandes donde sabía que posiblemente moriría, decide escapar con otro español y con miles de dificultades logró llegar hasta la ciudad de Orleáns. Esto fue ya en el 1942 allí puedo encontrar trabajo de agricultor y talando árboles hasta 1944.

Tenía contacto con la Resistencia ,los alemanes un día detuvieron a todos los que vivían en la pensión donde el dormía. La GESTAPO les torturó y unos días después los pusieron frente a una pared, él pensaba que ya los iban a matar pero para su sorpresa le dejaron escapar. Al resto se los llevaron a un campo de concentración a Alemania y ya no volvieron.

Con grandes dificultades pudo ir tirando y trabajar de guardés en una finca, de agricultor, en serrerías… hasta que mi tía Manola (su mujer) y su hija a la que todavía no conocía, pudieron pasar la frontera ya en el año 1949 y juntarse con él.

El no podía regresar a España, y se quedaron viviendo en Francia como refugiados políticos. Mi tía aprendió el francés pero mi tío nunca lo habló bien. La Primera vez que volvió a España fue en el 1978 justo el día que se votó la Constitución, no quería volver antes aún por miedo. Y la segunda es con la que empecé el relato. La vida que llevó durante esos años fue bien dura pero él era fuerte y nunca traicionó ni a su ideal socialista a ni a su campechano sentido del humor.

sábado, 13 de enero de 2007

La imagen



Vista mágica y tenebrosa desde el "Puente de las Palomas"

el puente de las palomas

Estas cosas está mal decirlas pero parece que mi tío sabía que su muerte sería prematura. Un par de años antes del deceso, para sorpresa de toda la familia – yo lo atribui a una reciente crisis familiar que le hizo preguntarse un poco más a fondo por sí mismo – se decidió a escribir un libro sobre su infancia – no unas memorias de su vida sino de su infancia, que fue su época mas feliz según el mismo decía -. Mi tío debió nacer en el 33 o así. De ese libro puedo contar algunas historias.

Cuenta que su padre, Valentín (sí amigos, helo aquí), como todos los hombres de su zona cogió las armas en el 36 en cuanto tuvieron noticia de la sublevación militar. No tardaron los mineros en lanzarse contra los cuarteles de la Guardia Civil tomándolos al asalto pese a la resistencia de los guardias. Idealización de un hijo amante o hecho cierto, mi tío cuenta que el abuelo tenía una cierta ascendencia sobre los hombres del pueblo. Cuando sacaron a unos guardias del cuartel y se los llevaban a fusilar el abuelo se dirigió a los guardianes y les dijo que no lo hicieran, que los dejaran detenidos pero que no se les matara. Esa acción salvó la vida de los guardias. Pero ocurrió que cuando los rebeldes tomaron el pueblo se invirtió la situación. Los falangistas, militares y guardias hacían razzias por el pueblo sacando hombres de las casas y cargándolos en camiones camino de la muerte. Cuando mi abuelo estaba ya en uno de esos camiones fue reconocido por un guardia civil de aquellos a los que había salvado, quien ordenó que se le dejara marchar.

Sobre esos hechos se cuenta en la familia de mi padre un relato que se confunde con mis primeras visitas infantiles al pueblo: que a los que cogían los llevaban en camiones por la carretera al “Puente de Las Palomas” y los arrojaban vivos por el despeñadero que se abre debajo (mi mente infantil imaginaba camiones con volquete y gente cayendo al vacío). Ese puente, que cruzábamos con el coche unos kilómetros antes de llegar al pueblo, tomó desde mi primera infancia el aura de un lugar entre mágico y tenebroso: siempre deseaba llegar a aquel puente y siempre temía hacerlo; como deseaba mirar al fondo del barranco y temía encontrarme aún los restos de los despeñados. No hace mucho oí esta historia en un documental sobre la exhumación de las fosas comunes de los asesinados en Llaciana, en boca de dos abuelas coraje que buscaban a sus muertos 70 años después. Me impactaron entonces con dos cosas: una fue el que mi recuerdo formara parte del patrimonio común de un pueblo, patrimonio que me sentí entonces obligado a compartir; otra fue que una de las mujeres sostuviera enfadada que la historia del puente era mentira y que era una forma de añadir dolor, mediante el horror de aquella forma de muerte, a las familias de los fusilados. Lo que suponía situar la historia, el cuento infantil, en una perspectiva distinta, la de la su función política y represiva – o, cuando menos, mostraba la huella de dicha represión sobre la memoria transmitida -

Precisamente esa huella puede encontrase en la forma misma del relato que me transmitió mi tío . Es una historia de ida y vuelta, de un perseguidor perseguido, una historia de inversión de roles. Si en otros cuentos de la memoria la eliminación del sujeto permite eludir la cuestión de la culpa, en este caso, mediante la argucia del héroe privado, hoy salvador y mañana salvado, se restaura en lo simbólico, el equilibrio perdido en lo real. El saldo de una guerra y de una represión feroz y continuada, se transmite como un balance equilibrado. ¿Sería demasiado decir que es esta ideología la que funda la “normalidad” del franquismo, su legitimidad última? Entonces, buceando en la memoria, transmitida en los cuentos de nuestros padres, comprendemos un poco más sobre nuestro país de hoy, sobre la imposible “condena” de un franquismo que deviene sino inocente, al menos absuelto.

de casta le viene al galgo


la bebida
¿un exilio interior o una deserción?

miércoles, 10 de enero de 2007

El cuento de la guerra


De pequeña, yo sabía que el abuelo había luchado durante la guerra con los perdedores y no por obligación porque ya ni siquiera tenía edad para ir al frente, pero desconocía entonces absolutamente las razones que le habrían empujado a hacerlo, porque durante mi infancia alegre y feliz, pero tristemente franquista, apenas se hablaba de política y mucho menos de cuales habían sido los motivos que habían originado esa terrible guerra fraticida que se llevó por delante y sin previo aviso la niñez y la adolescencia de nuestros padres. Era para mí, por tanto, una incógnita la causa de que mi abuelo Gregorio, se hubiera alistado cuando ya había sobrepasado los 50 años y más todavía el que lo hubiera hecho en el otro bando y no en el que apoyaba la gente normal como mi otro abuelo, el padre de mi padre, y, según parecía en aquellos tiempos de mi infancia, también todos los vecinos y amigos que conocíamos y con los que nos relacionábamos.
De la guerra sí se hablaba, se contaban las peculiares anécdotas de las colas para conseguir los escasos alimentos que otorgaban las cartillas de racionamiento, de la huida y los constantes cambios de localidad y domicilio, de los viajes en trenes y en grandes barcos, de las sirenas que anunciaban bombas, de los sótanos oscuros dónde corrían a refugiarse, de lo maravilloso que era conseguir pan blanco y del exquisito regalo en que consistía una vulgar naranja. A mí me encantaban esas pequeñas historias, me gustaban más que los propios cuentos y no me cansaba jamás de escuchárselas relatar a mi madre, todo lo contrario, cuando empezaba, apenas le dejaba tregua:

- Cuéntame otra vez lo de cuando el tío Rafael se bajó del tren
- Por favor, dime ahora lo de cuando vivíais en el pueblo de Solares
- Y lo de cuando volvisteis en el barco a Pasajes
- Ahora toca lo de la tía Irene cuando se volvía a poner en la cola de las tabletas de chocolate o mejor, lo tu amiga Jone y cómo se quedó completamente sola en Francia

Había miles de historias, algunas eran divertidas, otras sorprendentes, también las había muy tristes, pero afortunadamente todas aparentaban terminar bien y por ningún resquicio se escapaba la más mínima duda sobre si hubiera sido mejor o peor que la guerra la hubieran ganado unos u otros. Parecía cómo si eso no tuviera la menor importancia y tampoco se encontraba ninguna conexión entre lo sucedido entonces y la situación actual que vivíamos. Ni siquiera yo sabía por qué había empezado, era algo que había ocurrido como pasa con las cosas de los cuentos: “Erase una vez una princesa que vivía en un gran palacio...” y no te preguntas por qué existía la princesa ni quien había construido el enorme palacio o “Y fueron felices y comieron perdices” y con esa sentencia todo el mundo sabe que ha llegado el final y nadie dice: ¿y qué pasó después?. Con la guerra sucedía lo mismo, no importaban las razones ni los resultados. Para mí, la guerra era sencilla y llanamente un cúmulo de pequeñas historias, reales y cargadas de sentimientos, pero pertenecientes a un tiempo en el cual mis padres habían sido niños, eran por tanto tan remotas que casi parecían cuentos y como en ellos, no había por qué saber lo de antes ni lo de después, cada historia tenía su propio valor sin que contaran las causas o las consecuencias.

El cuento de la guerra fue durante años mi cuento preferido, pero a ese cuento le faltaba algo, no había malos. La mayoría de las personas que mencionaba mi madre, fueran de uno u otro bando, habían sido bondadosas y generosas, sólo excepcionalmente aparecía algún personaje que, acuciado por el hambre, cometía un pequeño hurto o que no estaba dispuesto a compartir con los demás todos los alimentos que escondía en el armario o debajo de la cama. Pequeñas transgresiones morales que en ningún caso llegaban a convertirlos en auténticos malhechores. No sé si mi madre, al ser solo una niña y haber pertenecido al grupo de los perdedores, había preferido ignorar u olvidar los agravios cometidos contra ellos, pero la verdad es que no recuerdo ningún atisbo de rencor en sus palabras. Con el tiempo, cuando supe la verdad sobre aquella guerra, comprendí que mi madre había elegido el mejor o el único camino posible para salvar su juventud de la desolación con la que había finalizado su infancia. La guerra había trastocado cruelmente su vida cuando tan solo era una niña, sin preguntarle qué prefería ella o cuales eran sus ideales y sus ambiciones, sin darle tiempo siquiera a alcanzar la etapa de la adolescencia que es cuando uno empieza a plantearse este tipo de cuestiones. Los otros habían ganado arruinando casi todos sus sueños, pero había que seguir viviendo y para ello era necesario dejar de lado no sólo el odio o el rencor sino también las vanas esperanzas de que llegara pronto el día en que justamente se reparara el daño cometido. Había que tratar de sobreponerse a la tristeza de las ilusiones perdidas y vivir el presente. Ella era todavía muy joven y podía luchar por ser feliz. No, no debía consentir convertirse para siempre en una perdedora. Por eso, aunque jamás ocultó la participación de su padre en el bando republicano, olvidó él dolor o lo arrinconó en un lugar recóndito de su alma. Quizá, no lo sé, se reservó siempre para ella la pequeña esperanza de que en algún momento de su vida podría declarar con voz alta y clara cual fue su bando sin que eso supusiera un deshonor o una mancha en su currículo. En cualquier caso, abrigara o no ese ánimo, parecía que la cosa iba para largo y mientras tanto lo mejor y lo más inteligente era sencillamente vivir con las cartas que le había entregado el destino.

La foto es en San Sebastián, durante los años 60, estoy con mis dos abuelas, cada una perteneciente a un bando durante la guerra