miércoles, 10 de enero de 2007

El cuento de la guerra


De pequeña, yo sabía que el abuelo había luchado durante la guerra con los perdedores y no por obligación porque ya ni siquiera tenía edad para ir al frente, pero desconocía entonces absolutamente las razones que le habrían empujado a hacerlo, porque durante mi infancia alegre y feliz, pero tristemente franquista, apenas se hablaba de política y mucho menos de cuales habían sido los motivos que habían originado esa terrible guerra fraticida que se llevó por delante y sin previo aviso la niñez y la adolescencia de nuestros padres. Era para mí, por tanto, una incógnita la causa de que mi abuelo Gregorio, se hubiera alistado cuando ya había sobrepasado los 50 años y más todavía el que lo hubiera hecho en el otro bando y no en el que apoyaba la gente normal como mi otro abuelo, el padre de mi padre, y, según parecía en aquellos tiempos de mi infancia, también todos los vecinos y amigos que conocíamos y con los que nos relacionábamos.
De la guerra sí se hablaba, se contaban las peculiares anécdotas de las colas para conseguir los escasos alimentos que otorgaban las cartillas de racionamiento, de la huida y los constantes cambios de localidad y domicilio, de los viajes en trenes y en grandes barcos, de las sirenas que anunciaban bombas, de los sótanos oscuros dónde corrían a refugiarse, de lo maravilloso que era conseguir pan blanco y del exquisito regalo en que consistía una vulgar naranja. A mí me encantaban esas pequeñas historias, me gustaban más que los propios cuentos y no me cansaba jamás de escuchárselas relatar a mi madre, todo lo contrario, cuando empezaba, apenas le dejaba tregua:

- Cuéntame otra vez lo de cuando el tío Rafael se bajó del tren
- Por favor, dime ahora lo de cuando vivíais en el pueblo de Solares
- Y lo de cuando volvisteis en el barco a Pasajes
- Ahora toca lo de la tía Irene cuando se volvía a poner en la cola de las tabletas de chocolate o mejor, lo tu amiga Jone y cómo se quedó completamente sola en Francia

Había miles de historias, algunas eran divertidas, otras sorprendentes, también las había muy tristes, pero afortunadamente todas aparentaban terminar bien y por ningún resquicio se escapaba la más mínima duda sobre si hubiera sido mejor o peor que la guerra la hubieran ganado unos u otros. Parecía cómo si eso no tuviera la menor importancia y tampoco se encontraba ninguna conexión entre lo sucedido entonces y la situación actual que vivíamos. Ni siquiera yo sabía por qué había empezado, era algo que había ocurrido como pasa con las cosas de los cuentos: “Erase una vez una princesa que vivía en un gran palacio...” y no te preguntas por qué existía la princesa ni quien había construido el enorme palacio o “Y fueron felices y comieron perdices” y con esa sentencia todo el mundo sabe que ha llegado el final y nadie dice: ¿y qué pasó después?. Con la guerra sucedía lo mismo, no importaban las razones ni los resultados. Para mí, la guerra era sencilla y llanamente un cúmulo de pequeñas historias, reales y cargadas de sentimientos, pero pertenecientes a un tiempo en el cual mis padres habían sido niños, eran por tanto tan remotas que casi parecían cuentos y como en ellos, no había por qué saber lo de antes ni lo de después, cada historia tenía su propio valor sin que contaran las causas o las consecuencias.

El cuento de la guerra fue durante años mi cuento preferido, pero a ese cuento le faltaba algo, no había malos. La mayoría de las personas que mencionaba mi madre, fueran de uno u otro bando, habían sido bondadosas y generosas, sólo excepcionalmente aparecía algún personaje que, acuciado por el hambre, cometía un pequeño hurto o que no estaba dispuesto a compartir con los demás todos los alimentos que escondía en el armario o debajo de la cama. Pequeñas transgresiones morales que en ningún caso llegaban a convertirlos en auténticos malhechores. No sé si mi madre, al ser solo una niña y haber pertenecido al grupo de los perdedores, había preferido ignorar u olvidar los agravios cometidos contra ellos, pero la verdad es que no recuerdo ningún atisbo de rencor en sus palabras. Con el tiempo, cuando supe la verdad sobre aquella guerra, comprendí que mi madre había elegido el mejor o el único camino posible para salvar su juventud de la desolación con la que había finalizado su infancia. La guerra había trastocado cruelmente su vida cuando tan solo era una niña, sin preguntarle qué prefería ella o cuales eran sus ideales y sus ambiciones, sin darle tiempo siquiera a alcanzar la etapa de la adolescencia que es cuando uno empieza a plantearse este tipo de cuestiones. Los otros habían ganado arruinando casi todos sus sueños, pero había que seguir viviendo y para ello era necesario dejar de lado no sólo el odio o el rencor sino también las vanas esperanzas de que llegara pronto el día en que justamente se reparara el daño cometido. Había que tratar de sobreponerse a la tristeza de las ilusiones perdidas y vivir el presente. Ella era todavía muy joven y podía luchar por ser feliz. No, no debía consentir convertirse para siempre en una perdedora. Por eso, aunque jamás ocultó la participación de su padre en el bando republicano, olvidó él dolor o lo arrinconó en un lugar recóndito de su alma. Quizá, no lo sé, se reservó siempre para ella la pequeña esperanza de que en algún momento de su vida podría declarar con voz alta y clara cual fue su bando sin que eso supusiera un deshonor o una mancha en su currículo. En cualquier caso, abrigara o no ese ánimo, parecía que la cosa iba para largo y mientras tanto lo mejor y lo más inteligente era sencillamente vivir con las cartas que le había entregado el destino.

La foto es en San Sebastián, durante los años 60, estoy con mis dos abuelas, cada una perteneciente a un bando durante la guerra

1 comentario:

valentin dijo...

¿como los derrotados soportaron la derrota? ¿como adaptarse al Nuevo Orden? ¿que hacer para seguir viviendo los que decidieron vivir ? y lo que mas nos interesa aquí ¿como afecta eso a los la forma y al contenido de los relatos que nos han legado?

Mar nos da la primera respuesta: en estos relatos no hay malos. Todo se desarrollo en una especie de “never ending land” donde no existe el dolor. Las historias aparecen castradas de un personaje clave de todo cuento: el lobo feroz. Y sin embargo, los que habéis visto “el laberinto del fauno” conocéis lo eficaz que resulta la posguerra para dar cuerpo a un monstruo de fábula. Quizás en estos cuentos no aparece ningún lobo feroz porque ese papel recaería en el “rojo”. La elisión del mal implica, por contra, la ausencia de la culpa , y sin culpa no hay sujeto – silvina dixit -. Por eso en estos relatos no hay rastro de una psicología de los personajes, ni siquiera en la forma estereotipada de los personajes de opereta. Al contrario, el relato se vuelve naturalista, ingenuamente realista a la hora de presentar situaciones; su naivité no derivaría entonces del carácter infantil sino de la eficacia ideológica de la derrota. Se nos describen escenas sin escenario, no hay agentes ni intenciones. Mar lo dice: son historias sin conexión con el pasado ni con el futuro – ni con nosotros/as -; en ellas no hay causas ni consecuencias; no hay contexto, los acontecimientos solo ocurren. Sin sujeto. Sin objeto. Sin culpa.

Se podría hacer un estudio estructural del estos cuentos, al modo de los formalistas rusos, analizando las torsiones en la estructura del relato fruto de derrota y la represión. A alguno/a de vosotros/as he tenido la oportunidad de señalar otra característica propia de la estructura semiótica de estos relatos. Pero como me gustaría sacarle punta, lo reservo para una entrada futura. Para otro de nuestros cuentos.

Por otro lado, ¿que decir de la foto con que se nos obsequia? Ese derroche de feminidad infantil preanuncia el advenimiento de una sociedad hedonista erigida sobre las ruinas de la confrontación de las dos españas que, ya ancianas, se reconcilian en el vuelo de una minifalda desarrollista.