Cuando yo era pequeña pasaba mucho tiempo en el pueblo de mi madre donde, a excepción de ella, vivía el resto de su familia y, por extensión, toda la mía, puesto que ni con mi padre ni con la familia de él teníamos trato. En mi familia del pueblo se contaban muchas historias del “otro pueblo”, de “su verdadero pueblo”. Su verdadero pueblo está en Cáceres y tuvieron que abandonarlo a finales de los años 50, cuando empezaron a expropiar porque se iba a construir un pantano que cubría las tierras cultivables, único medio de vida que tenían. Les pagaron dos duros y se marcharon a un pueblo de Salamanca.
lunes, 5 de febrero de 2007
Mariquita
martes, 23 de enero de 2007
lunes, 22 de enero de 2007
Me acuerdo de la primera vez que conocí a mi tío Gonzalo, el hermano de mi abuela Paca. Venían de Tarbes (Francia) a pasar una temporada en mi casa con su mujer y su nieta. Yo tendría unos nueve años y para mi era todo un acontecimiento. Era un hombre corpulento y muy alegre. De esos días sobre todo me acuerdo de dos cosas:
La primera es que nos enseñó las cicatrices que tenía de metralla en la pierna y en el pecho pues había sido herido en la guerra civil. Y la otra que fuimos a ver el Valle de los Caídos.
Su historia la fui conociendo después en las pocas veces que le ví. Hace algunos años al morir pude leer una carta en la que escribió de forma muy breve todo por lo que pasó al finalizar la guerra desde 1939 hasta 1949.
Mi abuela era la segunda de 5 hermanos vivían en Fuenlabrada, trabajaban en una panadería y se dedicaban a hacer rosquillas y a venderlas por los pueblos cercanos. Todos eran rojos, ya desde los 13 años mi tío tenía el carné de las juventudes socialistas. Cuando estalló la guerra todos los hombres se alistaron.
En concreto a mi tío lo llevaron a primero a Utelle, a los Alpes Maritimes a trabajar haciendo trincheras y antitanques. De allí fueron trasladados a Le Cateau, más cerca de Bélgica donde hicieron antitanques desde la línea Maginot hasta Dunkerke. Cuando los alemanes empezaron a invadir Bélgica y Francia en 1940 huye a Issoire, hasta llegar a Perpiñán y desde allí le vuelven a internar en el Campo de Argeles sur de Mer.
Tenía contacto con
sábado, 13 de enero de 2007
el puente de las palomas
Cuenta que su padre, Valentín (sí amigos, helo aquí), como todos los hombres de su zona cogió las armas en el 36 en cuanto tuvieron noticia de la sublevación militar. No tardaron los mineros en lanzarse contra los cuarteles de la Guardia Civil tomándolos al asalto pese a la resistencia de los guardias. Idealización de un hijo amante o hecho cierto, mi tío cuenta que el abuelo tenía una cierta ascendencia sobre los hombres del pueblo. Cuando sacaron a unos guardias del cuartel y se los llevaban a fusilar el abuelo se dirigió a los guardianes y les dijo que no lo hicieran, que los dejaran detenidos pero que no se les matara. Esa acción salvó la vida de los guardias. Pero ocurrió que cuando los rebeldes tomaron el pueblo se invirtió la situación. Los falangistas, militares y guardias hacían razzias por el pueblo sacando hombres de las casas y cargándolos en camiones camino de la muerte. Cuando mi abuelo estaba ya en uno de esos camiones fue reconocido por un guardia civil de aquellos a los que había salvado, quien ordenó que se le dejara marchar.
Sobre esos hechos se cuenta en la familia de mi padre un relato que se confunde con mis primeras visitas infantiles al pueblo: que a los que cogían los llevaban en camiones por la carretera al “Puente de Las Palomas” y los arrojaban vivos por el despeñadero que se abre debajo (mi mente infantil imaginaba camiones con volquete y gente cayendo al vacío). Ese puente, que cruzábamos con el coche unos kilómetros antes de llegar al pueblo, tomó desde mi primera infancia el aura de un lugar entre mágico y tenebroso: siempre deseaba llegar a aquel puente y siempre temía hacerlo; como deseaba mirar al fondo del barranco y temía encontrarme aún los restos de los despeñados. No hace mucho oí esta historia en un documental sobre la exhumación de las fosas comunes de los asesinados en Llaciana, en boca de dos abuelas coraje que buscaban a sus muertos 70 años después. Me impactaron entonces con dos cosas: una fue el que mi recuerdo formara parte del patrimonio común de un pueblo, patrimonio que me sentí entonces obligado a compartir; otra fue que una de las mujeres sostuviera enfadada que la historia del puente era mentira y que era una forma de añadir dolor, mediante el horror de aquella forma de muerte, a las familias de los fusilados. Lo que suponía situar la historia, el cuento infantil, en una perspectiva distinta, la de la su función política y represiva – o, cuando menos, mostraba la huella de dicha represión sobre la memoria transmitida -
Precisamente esa huella puede encontrase en la forma misma del relato que me transmitió mi tío . Es una historia de ida y vuelta, de un perseguidor perseguido, una historia de inversión de roles. Si en otros cuentos de la memoria la eliminación del sujeto permite eludir la cuestión de la culpa, en este caso, mediante la argucia del héroe privado, hoy salvador y mañana salvado, se restaura en lo simbólico, el equilibrio perdido en lo real. El saldo de una guerra y de una represión feroz y continuada, se transmite como un balance equilibrado. ¿Sería demasiado decir que es esta ideología la que funda la “normalidad” del franquismo, su legitimidad última? Entonces, buceando en la memoria, transmitida en los cuentos de nuestros padres, comprendemos un poco más sobre nuestro país de hoy, sobre la imposible “condena” de un franquismo que deviene sino inocente, al menos absuelto.
miércoles, 10 de enero de 2007
El cuento de la guerra
- Cuéntame otra vez lo de cuando el tío Rafael se bajó del tren
- Por favor, dime ahora lo de cuando vivíais en el pueblo de Solares
- Y lo de cuando volvisteis en el barco a Pasajes
- Ahora toca lo de la tía Irene cuando se volvía a poner en la cola de las tabletas de chocolate o mejor, lo tu amiga Jone y cómo se quedó completamente sola en Francia
Había miles de historias, algunas eran divertidas, otras sorprendentes, también las había muy tristes, pero afortunadamente todas aparentaban terminar bien y por ningún resquicio se escapaba la más mínima duda sobre si hubiera sido mejor o peor que la guerra la hubieran ganado unos u otros. Parecía cómo si eso no tuviera la menor importancia y tampoco se encontraba ninguna conexión entre lo sucedido entonces y la situación actual que vivíamos. Ni siquiera yo sabía por qué había empezado, era algo que había ocurrido como pasa con las cosas de los cuentos: “Erase una vez una princesa que vivía en un gran palacio...” y no te preguntas por qué existía la princesa ni quien había construido el enorme palacio o “Y fueron felices y comieron perdices” y con esa sentencia todo el mundo sabe que ha llegado el final y nadie dice: ¿y qué pasó después?. Con la guerra sucedía lo mismo, no importaban las razones ni los resultados. Para mí, la guerra era sencilla y llanamente un cúmulo de pequeñas historias, reales y cargadas de sentimientos, pero pertenecientes a un tiempo en el cual mis padres habían sido niños, eran por tanto tan remotas que casi parecían cuentos y como en ellos, no había por qué saber lo de antes ni lo de después, cada historia tenía su propio valor sin que contaran las causas o las consecuencias.
El cuento de la guerra fue durante años mi cuento preferido, pero a ese cuento le faltaba algo, no había malos. La mayoría de las personas que mencionaba mi madre, fueran de uno u otro bando, habían sido bondadosas y generosas, sólo excepcionalmente aparecía algún personaje que, acuciado por el hambre, cometía un pequeño hurto o que no estaba dispuesto a compartir con los demás todos los alimentos que escondía en el armario o debajo de la cama. Pequeñas transgresiones morales que en ningún caso llegaban a convertirlos en auténticos malhechores. No sé si mi madre, al ser solo una niña y haber pertenecido al grupo de los perdedores, había preferido ignorar u olvidar los agravios cometidos contra ellos, pero la verdad es que no recuerdo ningún atisbo de rencor en sus palabras. Con el tiempo, cuando supe la verdad sobre aquella guerra, comprendí que mi madre había elegido el mejor o el único camino posible para salvar su juventud de la desolación con la que había finalizado su infancia. La guerra había trastocado cruelmente su vida cuando tan solo era una niña, sin preguntarle qué prefería ella o cuales eran sus ideales y sus ambiciones, sin darle tiempo siquiera a alcanzar la etapa de la adolescencia que es cuando uno empieza a plantearse este tipo de cuestiones. Los otros habían ganado arruinando casi todos sus sueños, pero había que seguir viviendo y para ello era necesario dejar de lado no sólo el odio o el rencor sino también las vanas esperanzas de que llegara pronto el día en que justamente se reparara el daño cometido. Había que tratar de sobreponerse a la tristeza de las ilusiones perdidas y vivir el presente. Ella era todavía muy joven y podía luchar por ser feliz. No, no debía consentir convertirse para siempre en una perdedora. Por eso, aunque jamás ocultó la participación de su padre en el bando republicano, olvidó él dolor o lo arrinconó en un lugar recóndito de su alma. Quizá, no lo sé, se reservó siempre para ella la pequeña esperanza de que en algún momento de su vida podría declarar con voz alta y clara cual fue su bando sin que eso supusiera un deshonor o una mancha en su currículo. En cualquier caso, abrigara o no ese ánimo, parecía que la cosa iba para largo y mientras tanto lo mejor y lo más inteligente era sencillamente vivir con las cartas que le había entregado el destino.
La foto es en San Sebastián, durante los años 60, estoy con mis dos abuelas, cada una perteneciente a un bando durante la guerra