Cuando yo era pequeña pasaba mucho tiempo en el pueblo de mi madre donde, a excepción de ella, vivía el resto de su familia y, por extensión, toda la mía, puesto que ni con mi padre ni con la familia de él teníamos trato. En mi familia del pueblo se contaban muchas historias del “otro pueblo”, de “su verdadero pueblo”. Su verdadero pueblo está en Cáceres y tuvieron que abandonarlo a finales de los años 50, cuando empezaron a expropiar porque se iba a construir un pantano que cubría las tierras cultivables, único medio de vida que tenían. Les pagaron dos duros y se marcharon a un pueblo de Salamanca.
Mi abuela y su hermana (pero también mi madre y la hermana de mi madre) contaban muchas historias de su pueblo. Una que nos gustaba especialmente, y le pedíamos mis primas y yo a mi abuela de forma insistente, “abuela, abuela, cuéntanos esa historia”, era la historia de Mariquita. Mariquita era una mujer del pueblo cuyo hermano era rojo, pero ella estaba casada con el jefe de la falange. Vinieron a por su hermano para fusilarle y, entonces, ella fue corriendo a donde su marido y le dijo: si tú dejas que maten a mi hermano, yo te juro que te mato esta misma noche”. Cuando mi abuela lo contaba la amenaza no sonaba como un farol, sino como una amenaza en toda regla, ella transmitía esto con mucha fuerza y destacaba que Mariquita era una mujer de armas tomar, que ¡menuda era Mariquita!. Así que el marido no tuvo más remedio que impedir que mataran al hermano de Mariquita. El final de la historia era que este gesto del jefe de la falange de impedir el fusilamiento de su cuñado tuvo el efecto de detener los asesinatos de rojos en el pueblo. Y la conclusión que sacaba mi abuela era que Mariquita se había impuesto a su marido y que, gracias a ella, no mataron a más rojos y mi abuelo, que llevaba tiempo huido en el monte para evitar ser fusilado, pudo regresar a casa. No sé a mis primas, pero a mí me gustaba, sobre todo, la épica de la mujer de carácter.
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